RESEÑA: Sobre “Restos” y “Lengua de Mandinga” de Florencia Piedrabuena. La niña proletaria y el país del conurbano. Por Emiliano Scaricaciottoli


Empecemos por los “Restos”. Un resto, un residuo, lo que sobró en el plato, pero también un límite: el resto es, diría Nicolás Rosa, una prótesis. A veces fálica, a veces un útero que sangra y que del otro lado de la Panamericana no se ve, no suena, no se escucha. En este poemario de Piedrabuena, los límites (me gusta el 8 de bastos en el Tarot, la caída del deseo, de aquello que necesita evidenciar un límite o inflar su ira por las fronteras) ocupan un lugar vital. Los límites de amores, los límites de vida, los límites de los espejos. El conurbano como un espejo deformado, monstruo, mutante, de ese cancionero bajito y tibio. Aristimuño vs Luy o -en mi Godard- Tarzán vs. IBM. Los poetas  retan a las máquinas deseantes, a los aparatos del Estado. Los poetas, los que le escriben al inspector fiscal, como alguna vez supo denunciar (y gatillar-se) Mayakovski, despliegan una infantería para-estatatal: la palabra, el verbo, lo siniestro que nunca debió haber sido dicho. Hay un límite interesante en el lenguaje: es “yampú”, ese límite en la lengua (anatómica/fisiológica) que me recuerda al mejor Alberto Cisnero, ese de “El movimiento obrero granizado”. En Piedrabuena habitan las succiones, los relamidos, lo estrujado, el chapotear del placer en plena guerra. Sí, “lamerte la palabra” y “que mi pecho te regale voces y lo beses” porque “Las batallas que disfrutamos se resuelven cuerpo a cuerpor/aunque a veces digamos otras cosas”. Hay una lengua que molesta, que limite al censor, que le pone un NO gigante y que la (y te/nos) desarma. Capturar por las calles de Pacheco a la “Piba Tigre” en un guiño majestuoso al querido -por bandoleros, maleantes y toda forma pre-revolucionaria de la violencia- “Loco de la ametralladora” que inmortalizó Iorio en ese Mundo Guanaco (1995), a partir de una crónica soberbia de Marta Dillon para Página 12. Matar para la barriada, robar y repartir lo ganado. Los restos, insisto, también son prótesis de los muertos ganados con balas pagadas con impuestos. Y esa piba Tigre, ahora sin comillas, se convierte en rabia, en un quehacer monstruo de todo lo que la Ciudad detesta. Su conurbano viene cargado de plomo, y en ese espejo de disturbios hay un ethos oriental, el de Piedrabuena, que se permite un intimismo no necesariamente masturbatorio. Que prolifere, en todo caso, el trabajo: un polvo trabajado, un corte de ruta trabajado, un mimo trabajado, un adiós trabajado. Siempre vendiendo su fuerza de trabajo, y sí, también, “al antojo de un patrón, por un mísero sueldo”. Un resto de Piedrabuena, tal vez, cuando deja allá (en ese allá del espejo de Alicia, antes de tomar la decisión y cruzar) todo lo que acá se pierde. La ciudad arma y desarma para capturar, comprar y liquidar las voces que más allá de la Panamericana arden. El museo de la poesía aún no ha llegado a estos “restos” ingobernables del deseo.

Una lengua y si es de Mandinga, ese bellísimo personaje de Larvas de Castelnuovo, más aún: Mandinga, en esos relatos de reformatorio, se comía los ojos de su esclavo-otro lumpen del zoo-púber que por la miseria de la vida había terminado arrojado al mundo de los mataderos y los hospitales. Mandinga de “Motochorra” o de “Cumbiera intelectual”. Entre Kumbia Queers y Kevin Johansen, me dirimo cuando leo este segundo cartucho de balas que Piedrabuena arroja a la hilera de cadáveres (“Hay cadáveres”, sus cadáveres) de Pacheco a Tigre, ida y vuelta. Dice que sus cadáveres “son reacios, mancos/y violadas”. Así aparecen voces cumbieras misóginas y asesinas pero con el signo invertido, algo de lo que Ludmer escribió y mucho porque, ojo, las mujeres te pueden matar, papi. Poemas como “Comprar, comer, coger”, “La Mala” y “Ay, Andrea” construyen mitologías negras, del negro lumpen de la esquina del barrio, parias. Pero parias que juegan-como “La Patri argentina” que tiene 16 años, es madre soltera, canta y baila- con una biblioteca inexistente. Otra vez Rosa y esa leyenda que le gusta a ciertas voces de la literatura argentina y que irrita, parece, a cierto intelectual marxista moldeado en Puán: “Nunca hubo bibliotecas en mi casa”, dijo y me conquistó. Porque es ella, la que “estudiaba letras” y él, que “trabaja en Kraft” que en un enjambre de lenguas y voces sensualizan la lucha.¿Qué sensualidad puede haber, qué goce, qué picante motor de los fluidos hay en la militancia? Piedrabuena te canta retruco y llama a ese “amor en los tiempos de toma”, de universidades valladas en control estudiantil, y el control, ay el control… Entre Julio López (“Hay cadáveres”, Cristina, los hay), Paraná-Metal, la lista de oradores y las siglas de Perlongher en eco constante (“Pe-Te-Ese”), la “luzbelita” que dicta estos versos no reniega de sentir un orgasmo cuando su moción se votó por unanimidad.


Salud por Maldemar, salud dirigida por lxs enfermxs de este podrido mundo (de esta podrida poesía contemporánea, llena de bidet y post-).


Emiliano Scaricaciottoli

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